LA COCINA PRÁCTICA POR PICADILLO 1905
PRÓLOGO
Ante todo, voy a dedicar unos cuantos renglones al periódico marinedino El Noroeste, por ser, sin género de duda, causante de que yo esté prologando un libro de cocina, y por haber sido igualmente dicha publicación, en su actual etapa, motivo de que surgiesen en mi mente graves dudas y confusiones acerca de una quisicosa llamada “arte de escribir”.
Supón, oh lector, que te consagras apasionada- mente, largos años, á la escultura, por ejemplo; que te juzgas ya veterano en dar aire a tus muñequitos, y que, una mañana, te despiertas engreÍdo, como siempre, con tu maestría, y, lleno de suficiencia profesional, sales pavoneándote. Al poner el pie en la acera, te encuentras con que todos los chiquillos que diablean en tu barrio están entretenidos en modelar con nieve, con barro, con estuco, mil figuras; y lo peor, que les salen, poco más ó menos, como las tuyas á tí. Entonces tu conciencia de artista se perturba, tus vanidades se desinflan, y empiezas á preguntarte si esto del modelado- en mi caso, y dejémonos de símiles si esto de la literatura será función natural, y no habrá quien, á imitación del burgués aristócrata de Molière, no haga prosa sin saberlo! No es mi ánimo comparar á los chicos» de El Noroeste con los rillotes del arroyo. Ellos no venían de la calle como diz que dijo de sí mismo el genial Zahonero, que tampoco venía de ella, sino de cursar asignaturas, de leer cuanto caía por banda, de oler cuantas letras y filosofías se guisan en las capitales del mundo. Eran, en suma, muchachos informados, señoritos poseedores de frac de cultura. Sin embargo, de esto al desenfado y arranque con que se soltaron á plumear, distribuyéndose la tarea de un periódico diario, en el cual no había de faltar sección alguna de las que exige el gusto enciclopédico y cada día más refinado del público, desde el transcendental artículo de fondo con las sesudas é intencionadas apreciaciones que repite por la tarde, entre sorbos de café, el consecuente suscritor, hasta la fórmula minuciosa y suculenta que por la mañana ensaya la hacendosa suscritora, va distancia, y El Noroeste, con su grupo de redacción improvisado y sus cadetes de la Gascuña que parecían capitanes expertos, dejará memoria en los anales de la prensa marinedina.
No podrá nunca decirse que este periódico, he- cho sin periodistas, salió como suelen salir los dramas de aficionados; y es probable que si andando el tiempo se dispersa el grupo juvenil de primerizos que le prestó sabor tan vernal y característico, nunca se les quiten las saudades á los que alcanzaron la edad de oro de la afortunada publicación.
Probablemente, el más llovido del cielo, entre los redactores de El Noroeste, fué el jefe, el del blanco gorro y el no menos níveo mandil, el encargado de la sección gastronómica, el rápidamente popular PICADILLO.
¿Quién iba á suponer que se lanzase al estadio de la prensa, en el género donde resplandecieron Brillat Savarin y Alejandro Dumas padre, el pacífico y reposado hidalgo de Anzobre, cuya divisa debe de ser horaciana, cuyo ideal no es seguramente la vocinglería? Cierto que su especialidad tampoco se adapta á esgrimas y lances de combate. Esto de la alimentación bien aderezada, sabrosa, incitante á gula, tiene la propiedad de concertar pareceres, sumar voluntades, aunar votos. Las más enconadas banderías se reconcilian ante la olla, y no hay calmante como su vaho resucitador de muertos, que alegraba las pajarillas al escudero de D. Quijote en las radiantes bodas de Camacho el rico.
Bien se puede sostener que es profundamente humana, de mayor contenido humano que ninguna, la literatura culinaria, que arraiga en la apremiante, no interrumpida necesidad de nuestro pobre y poco espiritual organismo. Por comer se hacen cosas muy estupendas en este mundo de lo- do, y al par que se cometen inconmensurables iniquidades, se realizan trabajos hercúleos. Con más exactitud que definía Zola el conjunto de la sociedad humana, la definiríamos afirmando que se nos apa- rece como un inmenso estómago, cuyas vacuidades, desfallecimientos, repleciones, gastralgias, úlceras, son la oscilación misma de la energía social é individual, la clase de guerras, paces, alianzas, empresas, comercio, emigración; lo que con sonoro vocablo se llama historia, y que en plata no es sino la epopeya de Gaster, la gesta del estómago vencedor ó vecindo... Al consagrar PICADILLO su hasta entonces, si no me engaño, inmaculada pluma, á inundar de saliva las fauces de sus leyentes, á enseñar triquiñuelas y adobos á las guisanderas amas de casa las cocineras propiamente dichas no padecen la enfermedad de leer, y por eso ni miden la sal ni pesan la leche demostró que conocía dónde les aprieta el zapato á los mortales. Sus recetas, redactadas con genuino donaire, no diré que eclipsaron, pero relegaron frecuentemente á segundo término, no solamente á los fondos sentenciosos y á las finamente hiladas crónicas, sino hasta á las divertidas historietas locales, á las humorísticas gacetillas cuyo secreto de confitura, peculiar y privativo, guarda El Noroeste.
Hubo señoras que recortaron las recetas, y las discutieron, y las corrigieron, y acabaron por discernir Á PICADILLO borla de doctor, máxime cuando hubo probado que unía la práctica á la doctrina, y que sabía embutirse en la candida librea del marmitón, no quedándose atrás de aquellos predecesores suyos que se llamaron Angel Muro y mi amigo el marqués de la Regalia.
La cocina de PICADILLO es clásica, tradicional; no á la antigua española, á la marinedina añeja; platos del tiempo de mi niñez, familiares; sabores amigos. La monotonía horrible de la cocina francesa vertida al castellano en las fondas, está proscrita de la cátedra de PICADILLO. Esto me ha puesto de buenas con él, y acrecentó mis simpatías que PICADILLO no me pidiese “un liminar” (que es lo que suelen pedirme algunos poetas americanos) sino, como Cristo nos enseña, «un prólogo». Dado el sesgo que van tomando las letras, era de temer que PICADILLO, contagiado, solicitase “un aperitivo, una aceituna, un amer Picón”; algo que, en su orden, equivalga á los liminares, pórticos, fachadas, imafrontes y otros desmanes de arquitectura literaria que vemos por ahi.
La publicación de este libro de cocina, siguiendo á la del recetario cuadragesimal con los diversos modos de aderezar el bacalao, revela que PICADILLO se ha encariñado con la letra de molde; y me alienta á esperar otra obra que nos falta: La Cocina Regional Gallega. En ella no debieran incluirse sino recetas populares, de las cuatro provincias, de las cuatro mil aldeas y casas donde se observan curiosas variantes aún en el caldo de pote y el arroz con leche, de los cien conventos de monjitas que guardan secretos de confitería y almíbares perfumada al incienso, de los cien pueblos (como Allariz 6 Monforte) que celan, igual que si se tratase de un XIV
explosivo, la composición de un bizcocho ó de unas peladillas bañadas. Y entonces, la demografía le deberá á PICADILLO una rama de laurel, que le autorizó para invertir en un estofado de liebre, y Galicia contraerá con él estrecha obligación de estómago agradecido.
EMILIA PARDO BAZÁN.
PRÓLOGO
Ante todo, voy a dedicar unos cuantos renglones al periódico marinedino El Noroeste, por ser, sin género de duda, causante de que yo esté prologando un libro de cocina, y por haber sido igualmente dicha publicación, en su actual etapa, motivo de que surgiesen en mi mente graves dudas y confusiones acerca de una quisicosa llamada “arte de escribir”.
Supón, oh lector, que te consagras apasionada- mente, largos años, á la escultura, por ejemplo; que te juzgas ya veterano en dar aire a tus muñequitos, y que, una mañana, te despiertas engreÍdo, como siempre, con tu maestría, y, lleno de suficiencia profesional, sales pavoneándote. Al poner el pie en la acera, te encuentras con que todos los chiquillos que diablean en tu barrio están entretenidos en modelar con nieve, con barro, con estuco, mil figuras; y lo peor, que les salen, poco más ó menos, como las tuyas á tí. Entonces tu conciencia de artista se perturba, tus vanidades se desinflan, y empiezas á preguntarte si esto del modelado- en mi caso, y dejémonos de símiles si esto de la literatura será función natural, y no habrá quien, á imitación del burgués aristócrata de Molière, no haga prosa sin saberlo! No es mi ánimo comparar á los chicos» de El Noroeste con los rillotes del arroyo. Ellos no venían de la calle como diz que dijo de sí mismo el genial Zahonero, que tampoco venía de ella, sino de cursar asignaturas, de leer cuanto caía por banda, de oler cuantas letras y filosofías se guisan en las capitales del mundo. Eran, en suma, muchachos informados, señoritos poseedores de frac de cultura. Sin embargo, de esto al desenfado y arranque con que se soltaron á plumear, distribuyéndose la tarea de un periódico diario, en el cual no había de faltar sección alguna de las que exige el gusto enciclopédico y cada día más refinado del público, desde el transcendental artículo de fondo con las sesudas é intencionadas apreciaciones que repite por la tarde, entre sorbos de café, el consecuente suscritor, hasta la fórmula minuciosa y suculenta que por la mañana ensaya la hacendosa suscritora, va distancia, y El Noroeste, con su grupo de redacción improvisado y sus cadetes de la Gascuña que parecían capitanes expertos, dejará memoria en los anales de la prensa marinedina.
No podrá nunca decirse que este periódico, he- cho sin periodistas, salió como suelen salir los dramas de aficionados; y es probable que si andando el tiempo se dispersa el grupo juvenil de primerizos que le prestó sabor tan vernal y característico, nunca se les quiten las saudades á los que alcanzaron la edad de oro de la afortunada publicación.
Probablemente, el más llovido del cielo, entre los redactores de El Noroeste, fué el jefe, el del blanco gorro y el no menos níveo mandil, el encargado de la sección gastronómica, el rápidamente popular PICADILLO.
¿Quién iba á suponer que se lanzase al estadio de la prensa, en el género donde resplandecieron Brillat Savarin y Alejandro Dumas padre, el pacífico y reposado hidalgo de Anzobre, cuya divisa debe de ser horaciana, cuyo ideal no es seguramente la vocinglería? Cierto que su especialidad tampoco se adapta á esgrimas y lances de combate. Esto de la alimentación bien aderezada, sabrosa, incitante á gula, tiene la propiedad de concertar pareceres, sumar voluntades, aunar votos. Las más enconadas banderías se reconcilian ante la olla, y no hay calmante como su vaho resucitador de muertos, que alegraba las pajarillas al escudero de D. Quijote en las radiantes bodas de Camacho el rico.
Bien se puede sostener que es profundamente humana, de mayor contenido humano que ninguna, la literatura culinaria, que arraiga en la apremiante, no interrumpida necesidad de nuestro pobre y poco espiritual organismo. Por comer se hacen cosas muy estupendas en este mundo de lo- do, y al par que se cometen inconmensurables iniquidades, se realizan trabajos hercúleos. Con más exactitud que definía Zola el conjunto de la sociedad humana, la definiríamos afirmando que se nos apa- rece como un inmenso estómago, cuyas vacuidades, desfallecimientos, repleciones, gastralgias, úlceras, son la oscilación misma de la energía social é individual, la clase de guerras, paces, alianzas, empresas, comercio, emigración; lo que con sonoro vocablo se llama historia, y que en plata no es sino la epopeya de Gaster, la gesta del estómago vencedor ó vecindo... Al consagrar PICADILLO su hasta entonces, si no me engaño, inmaculada pluma, á inundar de saliva las fauces de sus leyentes, á enseñar triquiñuelas y adobos á las guisanderas amas de casa las cocineras propiamente dichas no padecen la enfermedad de leer, y por eso ni miden la sal ni pesan la leche demostró que conocía dónde les aprieta el zapato á los mortales. Sus recetas, redactadas con genuino donaire, no diré que eclipsaron, pero relegaron frecuentemente á segundo término, no solamente á los fondos sentenciosos y á las finamente hiladas crónicas, sino hasta á las divertidas historietas locales, á las humorísticas gacetillas cuyo secreto de confitura, peculiar y privativo, guarda El Noroeste.
Hubo señoras que recortaron las recetas, y las discutieron, y las corrigieron, y acabaron por discernir Á PICADILLO borla de doctor, máxime cuando hubo probado que unía la práctica á la doctrina, y que sabía embutirse en la candida librea del marmitón, no quedándose atrás de aquellos predecesores suyos que se llamaron Angel Muro y mi amigo el marqués de la Regalia.
La cocina de PICADILLO es clásica, tradicional; no á la antigua española, á la marinedina añeja; platos del tiempo de mi niñez, familiares; sabores amigos. La monotonía horrible de la cocina francesa vertida al castellano en las fondas, está proscrita de la cátedra de PICADILLO. Esto me ha puesto de buenas con él, y acrecentó mis simpatías que PICADILLO no me pidiese “un liminar” (que es lo que suelen pedirme algunos poetas americanos) sino, como Cristo nos enseña, «un prólogo». Dado el sesgo que van tomando las letras, era de temer que PICADILLO, contagiado, solicitase “un aperitivo, una aceituna, un amer Picón”; algo que, en su orden, equivalga á los liminares, pórticos, fachadas, imafrontes y otros desmanes de arquitectura literaria que vemos por ahi.
La publicación de este libro de cocina, siguiendo á la del recetario cuadragesimal con los diversos modos de aderezar el bacalao, revela que PICADILLO se ha encariñado con la letra de molde; y me alienta á esperar otra obra que nos falta: La Cocina Regional Gallega. En ella no debieran incluirse sino recetas populares, de las cuatro provincias, de las cuatro mil aldeas y casas donde se observan curiosas variantes aún en el caldo de pote y el arroz con leche, de los cien conventos de monjitas que guardan secretos de confitería y almíbares perfumada al incienso, de los cien pueblos (como Allariz 6 Monforte) que celan, igual que si se tratase de un XIV
explosivo, la composición de un bizcocho ó de unas peladillas bañadas. Y entonces, la demografía le deberá á PICADILLO una rama de laurel, que le autorizó para invertir en un estofado de liebre, y Galicia contraerá con él estrecha obligación de estómago agradecido.
EMILIA PARDO BAZÁN.
LA COCINA ESPAÑOLA ANTIGUA 1913
PRÓLOGO DE LA AUTORA
Al publicar un libro de cocina, me parece natural decir que no tengo pretensiones de dominar esta ciencia y arte. Soy, tan sólo, una modestisima aficionada. Más que enseñar, deseo aprender. Varias razones me mueven, sin embargo, a imprimir las recetas que he ido coleccionando para mi uso. La primera en importancia, es la siguiente. Tiempo ha fundé esta “Biblioteca de la Mujer”, aspirando a reunir en ella lo más saliente de lo que en Europa aparecía, sobre cuestión tan de actualidad como el feminismo. Suponía yo que en España pudiera quizás interesar este problema, cuando menos, a una ilustrada minoría. No tardé en darme cuenta de que no era así. La Biblioteca tuvo que interrumpirse en el noveno tomo, a pesar de mis esfuerzos por prestarle variedad, mezclando en ella obras de historia y de devoción. Encariñada, sin embargo, con la idea, siempre esperaba el día en que la Biblioteca continuase; sólo que, aleccionada por la práctica, y como en los años transcurridos no se hubiesen presentado sino aislados y epidérmicos indicios de que el problema feminista, que tanto se debate y profundiza en el extranjero, fijase la atención aquí, decidí volver a la senda trillada, y puesto que la opinión sigue relegando a la mujer a las faenas caseras, me propuse enriquecer la Sección de Economía Doméstica con varias obras que pueden ser útiles, contribuyendo a que la casa esté bien arreglada y regida. Otro móvil que me ha guiado, en el caso presente, es el deseo de tener encuadernadas y manejables varias recetas antiguas o que debo considerar tales, por haberlas conocido desde mi niñez y ser en mi familia como de tradición. Gano con esto en comodidad, y espero que gane el público, que con algunas se chupará los dedos. En esta cuestión de la cocina, como en todas las que a la mujer se refieren, la gente suele equivocarse. Sin recordar la superioridad de los cocineros respecto a las cocineras, se da a entender que la cocina es cosa esencialmente femenil. Y por lo mismo, y como me han visto aficionada a estudios más habituales en el otro sexo, puede que se sorprendan de que salga de mis manos, o, mejor dicho, de mis carpetas, un libro del fogón. Sin que crea que el hecho me favorece ni me desfavorece, diré que siempre me he preocupado de cosas caseras, porque me entretienen, y si no he trabajado más en este interesante ramo, la culpa ha de achacarse a que nunca me sobra un minuto para hacer cosas sencillas y gratas, un pastel de ostras, por ejemplo. La cocina, además, es, en mi entender, uno de los documentos etnográficos importantes. Espronceda caracterizó al Cosaco del desierto por la sangrienta ración de carne cruda que hervía bajo la silla de su caballo, y yo diré que la alimentación revela lo que acaso no descubren otras indagaciones de carácter oficialmente científico. Los espartanos concentraron su estoicismo y su energía en el burete o bodrio , y la decadencia romana se señaló por la glotonería de los monstruosos banquetes. Cada época de la Historia modifica el fogón, y cada pueblo come según su alma, antes tal vez que según su estómago. Hay platos de nuestra cocina nacional que no son menos curiosos ni menos históricos que una medalla, un arma o un sepulcro. Excuso advertir que no presumo de haber recogido ni siquiera gran parte de los platos tradicionales en las regiones. Sería bien precioso el libro que agotase la materia, pero requeriría viajes y suma perseverancia, pues, en bastantes casos, las recetas en las localidades se ocultan celosamente, se niegan o se dan adulteradas. En mi propio país hay recetas muy típicas que no he logrado obtener. Me apresuro a añadir que agradeceré de veras las que me envíen, para incluirlas en sucesivas ediciones. Las solicito de toda España y de América. Me acuerdo siempre del caso del «viejo del reflejo». En Manises, cuando visité este singular pueblecillo, existía un anciano alfarero, último en guardar como una vestal el secreto del reflejo misterioso de los cacharros hispano-árabes. Ni a sus nietos ni a persona alguna quería confiar el procedimiento. Una leyenda le rodeaba. Poco después el viejo moría, llevándose a la tumba el reflejo encantador. Hay que apresurarse a salvar las antiguas recetas. ¡Cuántas vejezuelas habrán sido las postreras depositarías de fórmulas hoy perdidas! En las familias, en las confiterías provincianas, en los conventos, se transmiten «reflejos» del pasado, pero diariamente se extinguen alguno. Si hay que dar sentencia en el eterno pleito entre la cocina española y la francesa o, por mejor decir, la europea, opino que la comida es buena siempre cuando reúne las tres excelencias de la del “Caballero del Verde Gabán”: limpia, abundante y sabrosa. Hay muchos platos de nuestra cocina regional y nacional, de justísima fama. En cuanto a las primeras materias, no ignoramos que son excelentes, si bien las carnes de matadero, en otras naciones, se ceban mejor. En cambio, nos podemos ufanar de nuestros pescados de mar y río, de nuestras frutas, de bastantes aves de corral y caza de pluma, de nuestros jamones gallegos y andaluces, y las hortalizas empiezan ya a cultivarse como es debido, a pesar de no hallarse muy aclimatadas en nuestra mesa. No obstante, de vegetales se componen los caldos de pote y escudillas, las ensaladas frías y el clásico gazpacho. Hay una gramínea, el arroz, que en ningún país del mundo se entiende y se prepara como aquí. En Francia el arroz sabe a agua chirle. Nuestros embutidos son también muy superiores a los extranjeros. La cocina española puede alabarse de sus sabores fuertes y claros, sin ambigüedad de salsas y de aderezos; de su pintoresca variedad según las regiones; de su perfecta adaptación al clima y a las necesidades del hombre, a su trabajo y a su higiene alimenticia; y de una tendencia vegetariana, debida quizá a las ideas religiosas y al calor. Para demostrar la influencia de la Cuaresma y de la vida conventual en nuestra cocina se necesitaría escribir un largo artículo. Que la cocina española propiamente dicha tiene su sello, lo demuestra, entre otras cosas, su extensión y evolución en América. En Cuba, en 16 México y en Chile abundan los platos hoy nacionales, que revelan a las claras lo hispánico de su origen y la aplicación de los elementos ibéricos al nuevo ambiente. Algunos he incluido en este tomo. En la cocina española quedan todavía actualmente rastros de las vicisitudes de nuestra historia, desde siglos hace. En Granada tuve ocasión de ver unos dulces notabilísimos. Eran no recuerdo si de almendra o bizcocho, pero ostentaban en la superficie dibujos de azúcar que producían los alicatados de los frisos de la Alhambra; y no por artificio de confitero moderno, sino con todo el inconfundible carácter de lo tradicional. Del mismo modo, perduran formas de panes y quesos, que, al través de las edades, conservan la hechura votiva de los que se ofrecían a las deidades libidinosas de Fenicia o Cartago. Cada nación tiene el deber de conservar lo que la diferencia, lo que forma parte de su modo de ser peculiar. Bien está que sepamos guisar a la francesa, a la italiana, y hasta a la rusa y a la china, pero la base de nuestra mesa, por ley natural, tiene que reincidir en lo español. Espero que, en el tomo de la Cocina moderna, se encuentre alguna demostración de cómo los guisos franceses pueden adaptarse a nuestra índole. Varias recetas de este libro llevan la firma de las señoras que me las proporcionaron. Cuando transcribo alguna especial de otros libros de cocina, lo hago constar; la probidad obliga y, además, tiene el encanto de lo nuevo, pues, generalmente, en esta materia no hay tuyo ni mío. No es posible, naturalmente, que todas las recetas de un libro sean inéditas, ni siquiera que lo sea una tercera parte; pero si somos dueños de las fórmulas que figuran en cien manuales, siempre cabe la selección de lo claro y fácil, y hasta de lo ya ensayado; y tampoco se debe copiar una receta sin fijarse en si contiene algo reprobado por el sentido común o por la gramática, caso asaz frecuente. Repito que no pretendo quitar méritos a nadie, ni me precio de Ángel Muro, y por eso omito ejercer severa crítica. Me limito a afirmar que el lenguaje de un libro de cocina español debe ser castellano castizo. Va cundiendo una especie de algarabía o jerigonza insufrible, de la cual son muestras las minutas de fondas y banquetes. Líbrenos Dios de 17 tal lengua franca, semejante a la que se usaba en Liorna. También hay que defender el idioma nacional. Lo más femenino de este libro es la recomendación con que voy a terminar el prólogo. En las recetas que siguen encontrarán las señoras muchas donde entran la cebolla y el ajo. Si quieren trabajar con sus propias delicadas manos en hacer un guiso, procuren que la cebolla y el ajo los manipule la cocinera. Es su oficio, y nada tiene de deshonroso el manejar esos bulbos de penetrante aroma; pero sería muy cruel que las señoras conservasen, entre una sortija de rubíes y la manga calada de una blusa, un traidor y avillanado rasero cebollero.
LA CONDESA DE PARDO BAZÁN
LA COCINA ESPAÑOLA MODERNA 1914
PRÓLOGO
El libro LA COCINA ESPAÑOLA ANTIGUA, que ha precedido á éste, y del cual no se repite aquí receta alguna, trataba de recoger las tradiciones y concedía mucho espacio al elemento popular; el que ahora sale á luz, representa la adaptación de los guisos extranjeros á la mesa española.
Decía yo, en el prólogo de aquel libro, que la base de nuestra mesa tiene siempre que ser nacional. La mayoría de los platos extranjeros pueden hacerse á nuestro modo: no diré que metidos en la faena de adaptarlos no hayamos estropeado alguno; en cambio, a otros (y citaré para ejemplo las croquetas), los hemos mejorado en tercio y quinto.
Entre los síntomas de adelanto que pueden observarse en España, debemos incluir el que se coma mejor, y sobre todo, con más elegancia y refinamiento. Antaño, si se presentaban en la mesa muy sólidos y suculentos platos, se ignoraba, en general, el arte de comer con los ojos, cuyas enseñanzas van extendiéndose hasta á los modestos hogares. En ellos he pensado especialmente, al elegir las recetas de este libro. No abundan, que escasean, las casas donde funciona u. docto cocinero; aun las cocineras con pretensiones son un lujo; y añadiré que el tener cocinero ó cocinera de fuste, no excusa á la dueña de ia casa de enterarse cariñosamente de cómo anda el fogón. He visto, en la práctica, que, entregados á sí mismos, los cocineros (esto es muy humano) se descuidan y caen en la monótona insipidez de las salsas preparadas de antemano y en las cuales el manjar se sumerge breves momentos, de las carnes estropajosas y de las hortalizas semi-crudas.
Esta obra, sin embargo, no será muy útil á las personas que pueden pagar cocinero, por- que no es, ni por semejas, tratado de alta cocina, y conviene más á los que, limitándose á una mesa hasta casera, aspiran sin embargo á que cada plato presente aspecto agradable y coquetón, y á poder tener convidados sin avergonzarse del prosaísmo de una minuta de <sota, caballo y rey». Ya cada anfitrión ambiciona platos combinados y adornados, una planta ó un hacecillo de flores en el centro de la mesa, para regocijar la mirada; ya no hay quien no estime las pulcritudes de mantelería y cristales, y los brillos del bruñido metal, ni deje de sospechar que, en el fondo, estas que parecen superfluidades y fililies, revelan un grado de cultura.
Un bien fundado punto de honra impulsa hoy á muchas mujeres de su casa, y aun á bastantes no tan caseras, á cuidar de la mesa, para poder, sin excesivo gasto ni gran complicación, honrarla con manjares que antes parecían algo misterioso, reservado sólo á los privilegiados de este mundo. Enseñar á cocineras de la clase media ciertos platos que prestan un sello distinguido á las comidas; conjurar la monotonía del eterno guisote; remedar gracio- samente, y acaso con más sazón para el paladar, lo que se ensalza tanto en las listas de los hoteles de tono, lo que se gallardea en los escaparates de las pastelerías y restoranes de moda; salir de un apuro cuando forzosamente hay que invitar á personas que entienden de culinaria; hacer grata la diaria pitanza al marido, al padre, habituándole á no andar por fondas y cafés... es un ideal que ya ha influido más de lo que parece en la vida doméstica, perfeccionando la mesa, y generalizando conocimientos que, además, forman parte de la higiene.
Pocos serán los que hoy no sigan un régimen, ó por lo menos, no tengan que atender á indicaciones facultativas en el sistema de alimentación. Van aumentando el número de vegetarianos. Tiene, pues, que intervenir la dueña de la casa en mil detalles, relacionados con las órdenes del médico, con la preparación de la pitanza. Más que la abundancia maciza de los antiguos yantares, se busca hoy la comida grata, mode nizada, delicada, un tanto pulida en la presentación (aunque no se sueñe con los primores de esos platos montados que representan ya un molino de viento, ya una alegoría de la primavera, ya un blasón nobiliario, ya una catedral, ya una lira).
La cocina cuyas recetas se encontrarán aquí, es española aún en sus elementos, modificada con aquello que de la extranjera parece imponerse irresistiblemente á nuestras costumbres, y siempre con tendencia á conservar lo bueno de otros días, aceptando lo que, difundido en nuestro suelo, no pudiera ya rechazarse sin caer en extravagancia.-Por la misma razón, repugnándome mucho las palabras extranjeras cuando tenemos otras castizas con que reemplazarían, al no encontrar modo de expresar en castellano lo que todo el mundo dice en francés ó en inglés, he debido resignarme á emplear algunos vocablos de cocina ya corrientes, como gratin y béchamela, poco genuínos, pero que no he hallado manera de sustituir. Si doy la receta de un lenguado al pegues ¿quién me entenderá?
Y todavía cabrán aquí bastantes fórmulas que son populares, y varias que, retoños de la cocina antigua, han brotado en estos últimos tiempos, en los restoranes (otra palabreja difícil de reemplazar!) de Madrid y de provincias, donde esta lucha de adaptación que se nota hace surgir ideas culinarias nuevas, aunque inspiradas en nuestras tradiciones. En efecto, si es verdad que nos ha invadido la cocina francesa, y algo la inglesa y alemana, también hay una reacción favorable á la nacional y regional. Hace treinta ó cuarenta años se proscribían platos que hoy se admiten y salen á plaza en mesas muy escogidas. Nadie se hubiese atrevido acaso, en otros tiempos, á servir un plato de callos á la madrileña teniendo convidados, aun cuando fuesen de confianza, como hoy se sirve en casa del duque de Tamames, ni á sustituir los chester-cake por
ruedas de chorizo, como el duque de Alba en ostentoso banquete á los Reyes; y yo alabo á estos grandes señores la ocurrencia. En los almuerzos, especialmente, son admisibles ciertos platos con los cuales yo noto que se relame todo el mundo, y cuyo sabor no mejorarian ni los propios ángeles que reemplazaban ante el fogón á San Diego de Alcalá, sumido en éxtasis. Porque la fórmula de cocina española que sale buena, es de primera; verbigracia, las perdices con ostras, cuya receta he dado en LA COCINA ANTIGUA.
Combinar lo excelente de los guisos nacionales con el gentil aseo y exquisitez que hoy se exige en la cocina universal, es lo que este libro tiende á fomentar un poco, facilitando la tarea, tantas veces improba, de las señoras deseosas de que, no derrochando, la inesa esté bonitilla y los manjares no aparezcan conforme salen de la cacerola. La comida más corriente y barata admite escenografía. Basta para ello un poco de cuidado y habilidad. En el extranjero, sin duda, la tarea de las amas de casa es mucho más fácil. Mil platos vienen ya arreglados del mercado, de la salchichería y de la carnicería.-Las carnes, en España, se cortan mal, y rara vez se obtiene el trozo conveniente á cada guiso. Por lo mismo, sostengo que conviene adaptarse al ambiente y en vez de empeñarse en comer á la francesa
de un modo estricto, comer á la española, aunque con ciertos perfiles y ribetes de Francia, en lo que reclama el buen gusto.
Uno de los inconvenientes que aquí se encuentran para afrancesar la comida, es la cuestión capital de la manteca de vacas, que suele estar rancia siempre. De la estación de Hendaya á la de Irún, no sé qué ocurre, ni qué tormenta descarga, que se altera ya radical-
mente ese producto. En este libro, siempre que es posible, se aconseja el aceite andaluz ó la manteca de cerdo, en vez de la mantequilla que si es fresca es cara, y si no es fresca, el demonio que la aguante. La mitad de los pasteles, en Madrid, con manteca rancia se confeccionan. Yo prefiero un tosco bollo de aceite, español castizo, si no sabe á rancio, que una remilgada hojaldre con más faldelines que bailarina del Real, pero en que la manteca no es ortodoxa.
Lo que hay que copiar, eso sí, de lo francés, es el chiste y garabato con que transforman un rábano en una flor, y con que á fuerza de cacharros cucos, chismecillos de cristal y plata, servilletas diminutas orladas de encajes, y otras monerías y juguetes, realzan el valor de lo que ofrecen al apetito.
La función natural más necesaria y constante, es la nutrición. En su origen, se reduce á coger con los cinco mandamientos y devorar á dentelladas, como las fieras, la piltrafa ó el fruto. Lo que ha ennoblecido esta exigencia orgánica, es la estética, la poesía, la sociabilidad. Por eso ya no nos basta la olla volcada, ni sufrimos el mantel moreno y gordo de nuestras abuelas, ni nos resignamos á ver enfren te de los ojos un entero queso de bola, que hay que tajar arrimándolo al pecho, ni unas
aceitunas flotando en agua turbia y amarillo- sa. La grosería nos molesta; la suciedad nos horripila; y los manjares queremos que se combinen con tal disposición, que si uno es pesado y fuerte, otro sea ligero y fácil de digerir, y que alterne lo vegetal con los peces y la carne. Y no queremos demasiados manjares, y en la mesa más suntuosa, a menos que se trate de un banquete de etiqueta, no parecen bien arriba de cuatro platos al almuerzo y cinco á la comida. Cierta sobriedad se une ahora á la complicación culinaria, á la rebusca de condimentos varios y gustosos y de un ornato discreto y simpático al estómago, al través de la vista. El comer se humaniza cada día más. Ya no es el engullir de la bestia hambrienta. También en la mesa puede el espíritu sobreponerse á lo material.
LA CONDESA DE PARDO BAZÁN.